Nunca toques las galletas – Ney Yépez Cortés

Enamórate de tu existencia

Jack Kerouac

Leonor, con el ceño fruncido, conducía su automóvil por la carretera. Se dirigía a la casa de su padre, en una remota localidad en las montañas, y su destino final no le entusiasmaba en lo absoluto. Por un segundo miró sobre su hombro para ver dormir en el asiento de atrás a sus pequeños. Elisa y Benjamín, de nueve y siete años respectivamente, eran su adoración y desde su divorcio trataba de suplir de mil formas lo que ella consideraba un “vacío emocional” en ellos. Su formación como psiquiatra clínica le había vuelto analítica en extremo. Por esa razón no estaba muy feliz con aquel viaje. No creía que Efraín, su padre, fuese una buena influencia para los niños. Le parecía un anciano excéntrico, algo irresponsable y medio loco, a pesar de su dulzura y su buen sentido del humor.

Leonor vivía en la soleada California desde los veintitrés años, donde fue a estudiar con una beca y luego se quedó a vivir allí, se casó a los veintiséis y ocho años después se divorció. Una vez al año, durante las vacaciones de verano, traía a los niños a Ecuador para que visiten a los abuelos. Con su madre tenía una buena relación, pero con su padre nunca fluyó muy bien. Desde que ella cumplió los quince años no encontraba temas de conversación con él, pues era demasiado soñador e idealista y eso era inadmisible para su personalidad pragmática, esquemática, lógica y algo cínica.

El viejo Efraín solo sabía contar historias fantásticas y fumar aquel pungente tabaco en su pipa de marinero. Diez años atrás, cuando se jubiló de su trabajo como restaurador y curador de obras de arte, empezó a vivir de las rentas de una de sus propiedades y se dedicó a su gran pasión, que era la pintura. La pequeña casa campestre en donde vivía ahora fue adquirida con la finalidad de que sea una especie de santuario en donde encontrar inspiración para sus obras. Y su madre, que sin duda lo amaba, siempre le apoyó en sus excentricidades por lo que lo acompañó sin reparos a aquel paraje lejos de la gran ciudad.

Cuando su madre murió, con un cáncer fulminante cuatro años atrás, el viejo se lo tomó con bastante calma, pese a haber estado casados más de treinta y siete años. Fue algo inentendible para parientes y allegados. Y también para Leonor, que de todas formas intentó acercase a su padre, luchando contra sus propias ideas.

Con algo de culpa pensaba que la visita al viejo Efraín había sido aplazada demasiado tiempo. No lo había visto en los últimos dos años. Y los chicos, por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender, adoraban a su abuelo. Desde la adolescencia había rechazado la personalidad excéntrica y fantasiosa de su padre, y para colmo de la ironía, justamente era eso lo que les parecía tan encantador a sus hijos.

Ahora que era una adulta y que ella misma había fracasado en su matrimonio, Leonor tenía que admitir que, pese a la viudez y la soledad, su padre parecía un hombre feliz. Y le incomodaba la idea de que tal vez pudiese aprender algo de él, porque ella no era una mujer dichosa. Por el contrario, estaba llena de resentimientos y vacíos.

Por otro lado, había cosas que para ella eran inadmisibles. Por ejemplo, consideraba una amenaza la forma de ver el mundo que tenía su padre, tan descomplicado y relajado como un jovencito, pese a tener más de setenta años. No obstante, el amor que sentían sus hijos por el viejo —un afecto que era mutuo— le obligaba a ser tolerante y pasar unos cuantos días de visita en su rústica vivienda.

Estaba inmersa en estas reflexiones cuando divisó unos cuantos metros delante los carteles que daban la bienvenida al poblado de Machachi. Atravesando el pueblo llegó a un camino vecinal de tierra apisonada que conducía hacia el bosque cercano, donde el viejo tenía su casa. Tras unos diez minutos en aquel agreste camino, cercado a ambos lados por cipreses y pinos gigantes, llegó a un claro, en el medio del cual se levantaba una amplia vivienda de un solo piso, construida totalmente en madera y piedra, con unos exquisitos acabados rústicos que le daban la apariencia de la típica casa de los cuentos de hadas.

Cuando la mujer aparcó su vehículo, vio al viejo sonriente que le saludaba con la mano, sentado en su mecedora en el porche de la casa, con su pipa en la comisura de la boca, sus barbas grises y su sombrero de fieltro echado para atrás enmarcando sus enmarañados y blancos cabellos, bastante largos para el gusto de Leonor. Era como si los estuviese esperando. Ahora recordaba que su padre siempre sabía cuando iba a llegar, aunque nunca se hubo anunciado con antelación. Y esa era su mayor excusa para negarse tercamente al uso de teléfono celular, aduciendo que era un artefacto innecesario y que además generaba dependencia, lo cual no era del todo descabellado.

Apenas apagó el motor del auto volteó y despertó a los niños.

— Abran sus ojos mis pequeños holgazanes, ¡ya llegamos!
— ¡Donde está el abuelito Efraín! – preguntó Benjamín emocionado.
— Me muero por entregarle las cartas que le escribimos – dijo Elisa.
— Primero que nada se ponen sus chaquetas antes de bajar del auto porque está haciendo frío.
— Pero nosotros no sentimos el frío mamita. ¡Vamos, quita de una vez el seguro de las puertas! –suplicó Elisa.

A Leonor le chocó la vehemencia con que sus hijos se entusiasmaron con su padre. En fin, tendría algún día que aceptar que el viejo tenía su encanto. Dejó que los niños bajen del auto y miró con algo de celos como abrazaban a Efraín. Le molestó que tenga su pipa encendida mientras los nietos se aferraban a sus piernas. Bajó del auto y se aproximó a su padre con una sonrisa fingida.

— Hola papá ¿Cómo estás?
— Encantado de que hayan venido. Los estaba esperando.
— ¿De verdad? Siempre dices lo mismo. Seguramente por eso estás fumando – dijo Leonor con sarcasmo-. Me parece que el humo del tabaco no les hace bien a los niños.
— Tú te preocupas demasiado hija mía – contestó sonriendo el viejo, ignorando el ataque-. Te aseguro que allá en California estos pobres muchachos respiran más humo que aquí ¿verdad?

Leonor no supo que contestar. Posiblemente el viejo tenía razón. Por otro lado, aquella actitud conciliadora y noble de su padre siempre lograba desarmarla. Pese a su falta de afinidad, ella no podía recordar que hubiesen discutido alguna vez. Meneando la cabeza en silenciosa reprobación siguió a su padre y a los niños al interior de la casa.

Dentro del inmueble, bañado por una penumbra sedante, todo se veía ordenado y limpio. Daba la sensación de que el tiempo no pasaba entre aquellas paredes. Tenía una pequeña cocina junto a un comedor y una salita con rústicos muebles. Una gran puerta corrediza separaba estos espacios sociales de un gran salón central, que era el estudio de pintura de Efraín, donde docenas de cuadros de paisajes, hadas y elfos se apilaban en perfecta simetría en las tres paredes. El caballete en donde se encontraba una pintura a medio terminar ocupaba el centro del estudio, justo debajo de unos grandes tragaluces que llenaban de luz natural toda la estancia.

Los niños se pusieron frente a la obra inconclusa y la miraron detenidamente, con gran curiosidad y admiración. En el lienzo estaba un gran hongo de colores rutilantes sobre un verde prado. Como si fuese un gran árbol que presta su generosa sombra para descansar, en el tallo del hongo se veía un ser regordete, vestido con un ceñido jubón y unos pantalones apretados, con los pies descalzos y muy grandes. Un sombrero, que parecía elaborado con la misma tela del traje, estaba echado hacia adelante y no dejaba ver sus ojos, tan solo se distinguían unas grandes orejas puntiagudas dobladas hacia los lados por el ala del sombrero y una larga barba pelirroja de cuyo centro salía una larga pipa con una caleta grande y humeante.

— ¿Qué estás pintando abue? – quiso saber Benjamín.
— Es un retrato de mi “inquilino”.
— ¿Qué es un inquilino abue? – preguntó Elisa.
— Es una persona que vive en tu casa, pero tiene su espacio y comparte obligaciones contigo.
— ¿Y por qué tiene los pies tan grandes y las orejas en punta?
— Porque no es una persona como tú o como yo. El es un gnomo.
— ¿Un qué…? – preguntó el niño.
— Es un tipo de duende. Un ser elemental que vive en algunos lugares de la naturaleza o dentro de una casa tranquila.
— ¿Y tiene nombre?
— Por supuesto. Yo le llamo Señor Pedazo de Cáscara.
— ¿Y por qué le llamas así?
— Por la costumbre que tenía de robarse la fruta y dejar los pedazos de cáscara por toda la casa. Bueno, eso fue al principio, cuando recién nos mudamos acá. La abuelita lo vio un par de veces salir de la cocina, la primera vez robando una mano de plátanos y la segunda se llevó sobre la espalda toda una sandía. La viejita se asustó un poco y andaba armada con una escoba, dispuesta a acabar con el pequeñajo aquel.
— ¿Y qué pasó? – se interesó Elisa.
— Con el tiempo descubrí que si yo le dejaba algo de comida en un plato, el Señor Pedazo de Cáscara dejaba de hacer sus travesuras. Es más, encontrábamos que a cambio de la comida él dejaba toda la casa en orden mientras nosotros dormíamos por la noche.
— ¿Y la abuelita ya no le tenía miedo?
— Con el tiempo se dejó ver, se hizo nuestro amigo y nos dijo que se llamaba Pleysho Guntherdin, pero que no le molestaba el nombre que le pusimos. Y aunque era medio cascarrabias, resultó ser muy colaborador en los temas de la limpieza y el orden de la casa y por eso se llevaba de maravilla con su abuelita. Cuando ella se fue al cielo, el me ayudó con sus poderes mágicos para que yo no muera de pena por su partida.

Hasta ese momento Leonor había escuchado en silencio la historia que contaba el viejo Efraín, pero cuando mencionó la muerte de su madre, se puso muy molesta. Evidentemente ella no había superado todavía aquel tema.

— ¡Ya basta papá! Los niños no necesitan tener en sus mentes tus fantasías. Y no mezcles en eso a mi mamá – reclamó con dureza.
— Pero si todo lo que les cuento es cierto hijita, palabra por palabra – respondió el viejo con una inocente sonrisa-. Tu mamá se hizo muy amiga del Señor Pedazo de Cáscara y de otros como él, que viven en el bosque…
— En serio papá que a veces me asustas. Creo que llegas a convencerte de tus propias fábulas. Por favor, date cuenta que tus nietos son muy influenciables.
— Creo que decirles la verdad a Benjí y Eli no les dañará en lo absoluto. Y si quieres te lo puedo presentar mañana. Solo deja que te conozca un poco más. Lo mismo va para ustedes niños.

Los dos pequeños aplaudieron con entusiasmo ante la idea de conocer en persona a un gnomo. Leonor, por su lado, estaba furiosa. Su mente racional y adulta no podía permitir que las fantasías de su padre se le salgan de las manos. Podría afectar la psique de sus hijos, ya que ellos creían fielmente en las palabras del abuelo. Y como evidentemente aquel ser era producto de su imaginación, tenía que proteger a los niños de la decepción y el desencanto que sentirían al reconocer que el viejo no era más que un mitómano consumado que había pasado demasiado tiempo solo en aquella casa en medio del bosque.

— Está bien papá, como quieras – dijo con displicencia, en un intento de evitar una pelea innecesaria con el viejo.

Después de todo ellos acababan de llegar y planeaba quedarse algunos días. Lo mejor sería empezar bien su estancia en esa casa. Leonor animó a sus hijos a desempacar sus cosas y acomodarse en la habitación compartida que usaban siempre que llegaban de visita. El viejo no le dio importancia a la confrontación y fue con sus nietos para ayudarles. Leonor no pudo más que admirar la capacidad que tenía su padre para minimizar situaciones de tensión.

Aquella tarde y noche estuvieron ocupados preparando su estancia en la casa. También fueron al pueblo para hacer unas compras de víveres. De regreso jugaron monopolio y naipes, comieron perros calientes, se rieron mucho y Leonor se pudo relajar. Cuando se hizo tarde los chicos se acostaron felices y el viejo y su hija se sentaron en la pequeña sala y disfrutaron de una jarra de vino hervido y de una charla liviana al calor del fuego de la chimenea.

En mitad de la conversación, Efraín pareció recordar algo y le dijo “disculpa querida, tengo algo que hacer. Si quieres puedes acompañarme”. El viejo se levantó de su silla y fue hasta la cocina. Leonor, algo intrigada, lo siguió sin decir palabra y vio como su padre puso leche una pequeña escudilla y en un plato colocó cuatro galletas de avena sobre las que espolvoreó chocolate. Puso todo en el piso de la cocina, en la esquina más lejana.

— ¿Qué estás haciendo papá? – preguntó, incapaz de contener una risa burlesca.
— Estoy atendiendo al Señor Pedazo de Cáscara, para que cuide de los niños y de ti. Creo que estás muy triste y un poco de magia te aliviaría. No me queda mucho tiempo en este mundo, por lo que te ruego que aceptes su amistad. Él tiene la facultad de trasformar las lágrimas en risas.
— ¡Por favor no digas disparates papá! Tú estás más sano que todos nosotros y no te vas a morir. Y te ruego que no intentes hacerme partícipe de tus excentricidades. Yo no soy igual a mamá…
— Desde luego que no querida…. ustedes dos no son iguales… a diferencia de ella, tú no puedes ver nada más que lo que está frente a tu nariz y te pierdes la parte más sutil y maravillosa de la vida. Pero igual te amo incondicionalmente, al igual que a mis nietos.

Leonor estaba estupefacta. Pensaba que era la más cuerda de esa familia y allí estaba el viejo, insinuando que era ella la equivocada y miope. Realmente su padre debía estar senil. Tal vez no había sido buena idea traer a los niños sin verificar el estado mental de Efraín. Por el momento le seguiría la corriente.

— Está bien papá. Supongo que sabes lo que haces.
— Así es querida, pero debes escucharme con atención. El Señor Pedazo de Cáscara ha vivido en esta casa desde siempre. Para él nosotros somos los intrusos, por lo que tenemos que ser siempre muy amigables. Te aseguro que no quieres conocer la ira de un gnomo doméstico.
— Y en el supuesto no consentido de que lo que me dices sea cierto, ¿cómo se supone que mantendré en paz a tu duendecillo?
— Solo debes darle de comer por las noches. Le gusta mucho la leche con galletas. Si no haces esto te llenará la casa con cáscaras de frutas medio masticadas. Si está contento te arreglará la casa con impecabilidad y es posible que te de algún obsequio hecho con sus manos. Y siempre cuidará de ti y de los niños. Y recuerda: nunca toques sus galletas.
— Está bien papá, haré lo que me pides. Pero ahora quisiera que regresemos a la sala y tomemos un poco más de vino.

Lo más dulce y conciliadora posible, Leonor sentó a su padre en un sillón y se dispuso a escucharlo, sin importarle el tema que escogiese. Pero Efraín quería hablar de la muerte. Aparentemente, el viejo estaba convencido de que su final inminente estaba cerca. Le habló acerca de las visitas que recibía del fantasma de su esposa últimamente y que le había anticipado que se reunirían pronto. Leonor trató de no darle demasiada importancia a lo que su padre afirmaba y llevó la plática por otro rumbo.

Unos minutos después Efraín anunció que se iba a la cama, que había sido un día muy largo y que estaba habituado a acostarse temprano para levantarse con las primeras luces de la mañana, tomar un paseo por el bosque y regresar para ponerse a pintar. Por su lado, Leonor le dijo que no tenía sueño y que se quedaría un rato en la sala leyendo un libro.

Toda aquella charla le había puesto muy nerviosa. Estaba convencida que su padre necesitaba terapia psiquiátrica urgente. Era muy común que los ancianos solitarios tuviesen ese tipo de fijaciones, las visiones de los seres amados e incluso amigos imaginarios con orejas puntiagudas. Al día siguiente trataría de conseguir alguna medicación para su papá en la farmacia del pueblo. Tenía su carné de psiquiatra, por lo que no habría problema. Ahora tenía que ser cauta y no alertarlo sobre sus planes. Ya encontraría la forma de convencerlo de que se medicara, por el bien de todos.

Leonor no supo en qué momento se quedó dormida en su silla. Despertó a la madrugada y vio que tenía una manta de franela sobre ella y también una diadema de flores alrededor de su cabeza. Los vasos y la vajilla que había utilizado durante la cena habían sido recogidos. Realmente su padre sabía tener detalles muy originales. Se levantó, fue hasta la cocina, bebió un poco de agua y entonces miró los platos con leche y galletas en el piso. Era lo único que estaba fuera de lugar. Los levantó y los puso sobre el mesón de la cocina.

Fue a su cuarto, se acostó y se durmió enseguida. Ya empezaba a clarear cuando despertó sobresaltada. Un pungente olor a tabaco le produjo comezón en la nariz. “Papá es incorregible, madruga a fumar y dentro de la casa. No respeta a los niños que dice querer tanto… pero hoy me va a escuchar…” pensó muy molesta, mientras se calzaba sus zapatillas y se ponía una salida de cama.

Todavía medio dormida arrastró los pies hasta el dormitorio de su padre y en la media luz que apenas entraba por las persianas vio que todavía estaba acostado. Le habló pero el viejo no se despertó. Leonor lo sacudió y lo sintió helado. Con mano temblorosa encendió la luz de la lámpara y vio que estaba lívido, con una serenidad sin par en su rostro, hundido en el sueño eterno. Aparentemente había muerto hacía unas tres horas. Ella cayó de rodillas junto al lecho de su padre y lloró en silencio por aquel hombre que nunca pudo entender ni amar como se merecía.
Con el corazón encogido salió del cuarto, pensando en cómo les diría a los niños que su abuelo querido se había ido. Entonces volvió a sentir el humo de tabaco muy presente. El olor venía de la cocina. Intrigada fue hasta allí y encendió la luz.

Entonces vio sentado en el mesón al hombrecillo de apariencia estrafalaria que su padre había pintado en su cuadro. Aquel ser tendría unos treinta centímetros de estatura y esta vez estaba sin el sombrero. Las grandes orejas, las cejas larguísimas y las pobladas barbas recordaban la cara de un perro Schnauzer. Lo poco que se veía del rostro a través del hirsuto pelaje estaba surcado por cientos de arrugas y sobre las pobladas barbas pelirrojas se veían migajas de galletas y unas cuantas gotas de leche. Lanzando al aire una gran voluta de humo desde su enorme pipa, miró con rostro severo a Leonor y con una vocecilla chillona y disonante le gritó enfadado:

— ¡Nunca… pero nunca… toques mis galletas…!

FIN


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